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Reportaje realizado por Laia Ruich y Aitor Marichalar para TV3, Televisión de Catalunya

miércoles, septiembre 06, 2006

Fassman y el ilusionismo




Hemos recibido un comentario preguntándonos si Fassman hacía lo mismo que Anthony Blake. Anthony Blake es ilusionista –en nuestra opinión, el mejor en estos momentos. El ilusionismo es el arte de crear en el espectador la ilusión de que el artista puede alterar leyes inviolables de la naturaleza, hacer que lo imposible parezca realidad. En esta definición caben la prestidigitación, la magia, el mentalismo, el escapismo, la hipnosis de espectáculo... La respuesta es, pues, afirmativa. Fassman fue, entre otras cosas, ilusionista.

Fassman, siendo aún adolescente, empezó en un circo realizando números de ilusionismo en sus variantes de prestidigitación, magia y mentalismo. Posteriormente montó su espectáculo de mentalismo e hipnosis con el que adquirió fama internacional desde el principio de los 40, fama que conservó hasta su retirada de los escenarios en 1965. Resulta incomprensible que unos quieran considerar esa etapa como una vergüenza y que otros la nieguen como si hubiera sido vergonzosa. Una rápida reflexión revela lo absurdo de ambas posturas.

Sorprende encontrar libros, revistas, webs, artículos en los que el autor, en aras de un rigor científico y con tono de superioridad, informa a los que considera incautos sobre ciertos trucos del ilusionismo y, particularmente, de los espectáculos de mentalismo e hipnosis, imputando a los artistas el ánimo de engañar y estafar al espectador, tachándoles de charlatanes y farsantes. ¿Pero a quién se le ocurre hoy por hoy que un espectador de inteligencia normal y salud mental satisfactoria cree sin más que un sujeto ha sido cortado en tres trozos, que otro levita, que el artista desaparece del interior de un ataúd en llamas, etcétera, sin que medie truco alguno? ¿Qué ilusionista en su sano juicio pretende que el público crea realmente que tiene el poder de resucitar y recomponer a un voluntario descuartizado o de teletransportarse o de adivinar los números de la lotería o de leer el pensamiento de cualquiera que se le ponga delante?

Todos sabemos que el ilusionismo consiste en crear la ilusión de que ha sucedido algo que en realidad no puede suceder. Lo que el público valora es la habilidad del ilusionista para sorprenderle y convencerle. Es aquí donde se establece la diferencia. El público se siente estafado –y con todo derecho- cuando el ilusionista es mediocre o simplemente malo, es decir, cuando sólo ofrece números ya muy vistos o cuando el truco se hace evidente y la ilusión se esfuma. El público se siente satisfecho cuando el ilusionista logra despertarle la ilusión, crear durante unos instantes la ficción de que existe una magia omnipotente. A lo que no tiene derecho alguien que acude a un espectáculo de ilusionismo es a exigir que no haya truco o que el ilusionista empiece el espectáculo anunciando al respetable que hay truco en todo lo que van a ver. Lo primero sería de una estupidez patológica tratándose de un adulto, Lo segundo se presupone y a nadie se le ocurre empezar una fiesta aguándola. Anthony Blake utiliza una fórmula al final de sus números advirtiendo que todo lo que hemos visto está en nuestra imaginación y que no le demos más vueltas. Es un final impactante que en lugar de desnudar el misterio y deshacer la ilusión, consigue el efecto contrario.
Un ilusionista requiere la misma formación que un actor en cuanto a expresión corporal, dicción, improvisación, entrenamiento físico y mental y, además, creatividad en la preparación de sus números. Para llegar a la excelencia, a todo lo anterior tiene que unirse ese ingrediente misterioso y que se concede sólo a unos pocos de un modo aparentemente aleatorio: el talento. Es esta combinación de talento y esfuerzo lo que proporciona la fama y el prestigio a los mejores. Anthony Blake es el ejemplo más reciente. Fassman lo fue cuando se dedicaba al espectáculo. El celo bienintencionado de algunos admiradores del profesor hace que se nieguen a aceptar que fue un ilusionista. Lo fue y fue excelente. Y no es cierto que él renegara de esa etapa de su carrera profesional. Fassman hacía juegos de prestidigitación en privado siempre que se lo pedían y siguió realizando algunos de sus números ante los alumnos de sus cursos de Dinámica Mental para demostrar algunas de las cosas que enseñaba. Sus éxitos posteriores como profesor y como psicoterapeuta no tienen por qué eclipsar sus triunfos en los teatros ni hay motivo alguno para que esos triunfos se consideren una mancha vergonzosa en su pasado. Por el contrario, ilusionismo, docencia y psicoterapia se conjugan en la biografía de José Mir Rocafort para demostrar sus cualidades extraordinarias.

Queda una pregunta en el aire. ¿Es posible que el entrenamiento y la práctica constante incidan en las facultades de un buen mentalista e hipnotizador de espectáculo consiguiendo desarrollarlas a un grado superior a lo normal?

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