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Reportaje realizado por Laia Ruich y Aitor Marichalar para TV3, Televisión de Catalunya

lunes, mayo 28, 2007

Fassman y la política


Como todos los que en España pasaban de los cuarenta años cuando llegó la democracia con las primeras elecciones libres, el profesor Fassman vivió durante cuarenta años bajo la dictadura de Franco. Durante ese tiempo nunca habló de política, ni dentro ni fuera del país. Para la mayoría de los españoles, aquella fue una etapa de silencio, el silencio de los súbditos sin otro deber cívico que el de obedecer y callar. El silencio, como en toda dictadura de cualquier signo, era el salvoconducto que permitía pasar de un día a otro sin problemas con el poder; era el garante de la paz; el síntoma más evidente del miedo.



Mientras se dedicó al espectáculo, el profesor Fassman se abstuvo de expresar sus ideas políticas tanto en España como en América. La única opinión implícitamente política que manifestaba con rotundidad, aún ante algunos que sostenían lo contrario, era que a la gente no se la podía privar del disfrute de ningún tipo de arte por convicciones políticas. Nada más.



Por eso, una de las más grandes sorpresas de mi vida me la dio mi padre el día en que con toda seriedad me pidió que le explicara la situación política que estaba viviendo el país. Acababan de convocarse las primeras elecciones democráticas y el profesor Fassman, al borde de los setenta años, comprendió que carecía de los conocimientos necesarios para decidir su voto responsablemente. Quiso enterarse bien para votar con responsabilidad y recurrió a la persona de su confianza que acostumbraba a leer tres periódicos al día de diverso signo, por lo que cabía suponer que estaba bien enterada.



No pude ocultar mi orgullo mientras intentaba orientarle a través de la maraña de abreviaturas bajo la que una miríada de partidos ofrecían sus propuestas a los electores. Mi padre preguntaba, escuchaba mi respuesta mirándome fíjamente a los ojos con profunda atención, y volvía a preguntar sin hacer ningún comentario. Tampoco pude ni quise ocultarle el signo de mis propias convicciones. Las escuchó también con atención y también sin comentar. Lo único que le interesaba era registrar en su prodigiosa memoria datos objetivos sobre los partidos que se presentaban para extraer de ellos su propia conclusión y votar en conciencia. Votó, finalmente, sin decirle nunca a nadie a qué lista había votado. Y siguió votando en elecciones sucesivas hasta las últimas anteriores a su fallecimiento. Nunca reveló su opción política, pero sí manifestaba rotundamente, cada vez que surgía el tema, su convicción profunda de que toda persona con derecho al voto tenía el deber de votar.



La pasmosa abstención que ha marcado estas elecciones municipales y autonómcas en España me ha devuelto aquel recuerdo que me enorgullece por la confianza que me brindó mi padre y, sobre todo, por la responsabilidad cívica que demostró. Más adelante, le oí muchas veces afirmar que nadie podía vivir al margen de la política aún cuando creyera lo contrario, no sólo porque todo ciudadano es sujeto pasivo de las decisiones políticas de los que detentan el poder, sino porque esas decisiones dirigen al sujeto hacia opciones políticas aún de modo inconsciente. Quien se manifiesta apolítico y actúa en consecuencia, decía, no hace otra cosa que abdicar de su derecho a elegir quién y cómo va a gobernarle. Abstenerse de votar por el motivo que fuere, repetía, era equivalente a la actitud del que rige su vida según el criterio de los demás. La consecuencias más graves de esa actitud en todos los ámbitos son, para el propio interesado, la inseguridad que le causa saber que el timón de su vida está siempre en manos ajenas y el deterioro concomitante de su autoestima. Para quienes le rodean, las consecuencias serán las que se deriven de semejante actitud.


Esas consecuencias se revelan dramáticas cuando más de la mitad de la población decide pasarle al resto la responsabilidad de elegir gobernantes; cuando más de la mitad prefiere el silencio sin pensar que es el silencio de la ciudadanía lo que prefieren aquellos que quieren que gobierne el miedo; aquellos que quieren gobernar a una ciudadanía acrítica y silenciosa para ejercer un poder absoluto sin tener que dar cuentas a nadie.


El profesor Fassman insistía ante pacientes y alumnos en la necesidad de que cada cual fuese dueño de sus propia vida. Esa necesidad incluye ser uno dueño de su propio voto y ejercer esa propiedad contribuyendo a la organización de la sociedad como mejor le dicte su conciencia cada vez que es convocado a las urnas. Nadie tiene derecho a delegar esa responsabilidad en los demás.
Nota al margen: El profesor Fassman se habría sentido, tal vez se sienta, orgulloso de saber que en Sort, su pueblo, la participación alcanzó el 75%. Todos nos felicitamos por ello.

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