Por entonces, cerraba la plazoleta de la iglesia una balaustrada desde donde podía contemplarse el río barriendo las casas en su descenso hacia el Segre. Dos niños miran el río, se cansan pronto y bajan por unas escaleras de piedra a la Plaza Mayor. Rodeada de balcones curiosos, la plaza acoge a una multitud cada martes. Hombres de boina calada, camisa limpia, chaqueta de domingo; mulas y burros que parecen conscientes de su importancia; mujeres también con ropa de días señalados, y niños, montones de niños, unos pocos observando en silencio los misterios del comercio, otros correteando indiferentes a las preocupaciones adultas.
Los dos niños corretean entre agricultores, ganaderos y marchantes ganándose una reprimenda aquí y allá. Pero también se cansan de la plaza y deciden atravesar las arcadas que conducen a la calle Mayor. Uno de ellos pasa corriendo frente a las puertas abiertas de la tienda de sus padres. Una voz amenazadora grita su nombre, pero el niño se abre paso entre la gente y no para hasta llegar, un centenar de metros más allá, a otras arcadas que se abren al río. Su amigo también ha escuchado la voz del padre llamándole a su paso por su tienda de comestibles, pero tampoco ha parado. Los dos niños esperan escondidos tras una columna, asomando la cabeza de vez en cuando para ver si han salido a buscarles. Nadie les sigue. La Calle Mayor en día de mercado sólo se ocupa del trasiego de mercancías, clientes, noticias que van pasando de tienda en tienda.
Los dos amigos, nacidos el mismo día y casi a la misma hora, tienen por delante unas horas de libertad. No pueden jugar por la Calle Mayor. Cientos de ojos les reconocerían estropeándoles la coartada que pronto tendrían que inventarse para evitar el castigo. Allí corrian, además, el peligro de verse cazados de pronto por la mano de una hermana, una tía, una madre o a lo peor un padre que les devolviera al redil tirándoles de un brazo o a lo peor de una oreja.
Los dos niños corretean entre agricultores, ganaderos y marchantes ganándose una reprimenda aquí y allá. Pero también se cansan de la plaza y deciden atravesar las arcadas que conducen a la calle Mayor. Uno de ellos pasa corriendo frente a las puertas abiertas de la tienda de sus padres. Una voz amenazadora grita su nombre, pero el niño se abre paso entre la gente y no para hasta llegar, un centenar de metros más allá, a otras arcadas que se abren al río. Su amigo también ha escuchado la voz del padre llamándole a su paso por su tienda de comestibles, pero tampoco ha parado. Los dos niños esperan escondidos tras una columna, asomando la cabeza de vez en cuando para ver si han salido a buscarles. Nadie les sigue. La Calle Mayor en día de mercado sólo se ocupa del trasiego de mercancías, clientes, noticias que van pasando de tienda en tienda.
Los dos amigos, nacidos el mismo día y casi a la misma hora, tienen por delante unas horas de libertad. No pueden jugar por la Calle Mayor. Cientos de ojos les reconocerían estropeándoles la coartada que pronto tendrían que inventarse para evitar el castigo. Allí corrian, además, el peligro de verse cazados de pronto por la mano de una hermana, una tía, una madre o a lo peor un padre que les devolviera al redil tirándoles de un brazo o a lo peor de una oreja.
Pep de Mariot y Arturo de Kiko suben por el callejón de escaleras hasta las ruinas del castillo. Allí se puede estar en paz correteando entre las tumbas, imaginando historias, charlando. Quien sabe si aquel día o cualquier otro, Pep le dijo a su amigo que pensaba hacerse hipnotizador y que viajaría por todo el mundo hipnotizando gente.
Pep dio muchas vueltas y Arturo siguió por el camino que habían trazado sus padres, pero su amistad duró lo que les duró la vida. Casi cien años después de su nacimiento, esa amistad sigue proporcionando regocijo; en este caso, el que sienten la hija del uno y la hija del otro recordando la infancia de sus padres e imaginando sus correrías.
Gracias, Xefa de Kiko por la foto de tu padre y por tus recuerdos.
Y gracias Llàtzer Sibís. Al reconocer en la misma foto a tu padre sentado junto a Arturo de Kiko, seguramente te sentirás ogulloso de tu parecido. La calle Mayor te debe la amabilidad con que despachas en la farmacia y la coautoría de un libro que deja para las generaciones venideras la historia de las tiendas e industrias de Sort. Nosotros te debemos la gentileza de que nos hayas regalado la fotografía en la que sale el profesor Fassman, con pinta de turista, en la entrega de
premios del ralley internacional de piraguas de 1966. Gracias otra vez.
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