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Reportaje realizado por Laia Ruich y Aitor Marichalar para TV3, Televisión de Catalunya

domingo, marzo 25, 2007

La tolerancia no basta


Nuestra amiga, Genoveva Puiggrós, que tanto ha colaborado con este proyecto como hicimos constar en otra entrada, nos pide que comuniquemos un mensaje en su nombre y en el de varias personas que están viviendo su misma experiencia. Quieren manifestarnos su convicción de que el profesor Fassman les sigue ayudando mentalmente. Nos dice Genoveva que son muchas la personas que tienen la certeza de que se comunican con el profesor. Algunas se lo han dicho a ella personalmente, pero no se atreven a manifestarlo en público por miedo a que no se les tome en serio o a que se dude de su equilibrio mental. Genoveva quiere instarles a todos a contar públicamente sus experiencias para que otras personas puedan beneficiarse de ellas. Está convencida de que lo pide el profesor.

Transmitimos exactamente lo que Genoveva nos ha dicho. A partir de aquí, depende de cada cual que crea o no en la realidad de esas experiencias o que las atribuya a una u otra causa. Lo que nadie puede discutirle a otro es el derecho a expresar sus creencias sin miedo a la descalificación. Sin embargo, dada la realidad social en que vivimos, es comprensible que estas personas sientan reparo a manifestarse en público.



El respeto al que piensa o actúa de un modo distinto al nuestro sigue siendo escaso. Se ha avanzado mucho, sin duda alguna, al menos en la parte del mundo en que tenemos la suerte de vivir. Las diferencias raciales, de criterio, de opción sexual, etc., ya no llevan a nadie a la cárcel. Prevalece, sin embargo, una tolerancia mal entendida; esa postura apoyada en una falsa superioridad que condesciende con las diferencias desde un profundo desprecio. O tal vez no es que la tolerancia se entienda mal. Tal vez el error reside en una propaganda equivocada, la propaganda que se ha hecho a la tolerancia desde las instituciones, los colegios, las organizaciones, presentándola como garante de la convivencia social. Con la sana intención de civilizarnos, de eliminar de la sociedad las manifestaciones expresas de rechazo al diferente, nos ensalzan a la tolerancia como un valor cívico instándonos a todos a practicarla. Pero tolerar, nos dice la Academia, es permitir algo que no se tiene por lícito sin aprobarlo expresamente y, en una segunda acepción, resistir, soportar. Dada nuestra experiencia histórica, podríamos pensar que ya es mucho que nos soportemos los unos a los otros sin agredirnos. Pero si reflexionamos sobre el destino del ser humano, una criatura inteligente capaz de anhelar y perseguir la felicidad como fin de su vida, resulta obvio que deberíamos aspirar a mucho más.

La tolerancia, como actitud externa que es, tiene la cualidad y el espesor del maquillaje, y como el maquillaje, está sujeta a la moda y puede agrietarse a poco que se rasque. Hoy, mientras la mayoría de los profesionales de la información sigue observando el llamado "lenguaje políticamente correcto," y aún son pocas las personas que se atreven a manifestar públicamente sus prejuicios, la intolerancia empieza a colarse por todas las grietas como un chaparrón, desmaquillando a muchos que toleraban porque no les quedaba otro remedio, pero que nunca hicieron esfuerzo alguno por aprender a respetar.

En España, la moda de la tolerancia está cambiando peligrosamente. El insulto y la descalificación al que se considera contrario se impone en la tribunas, en los medios, y empieza a imponerse en la calle. La prueba más llamativa y preocupante puede encontrarse en la red. En grupos, listas y foros de debate las palabras gruesas saltan entre miembros de ideas opuestas como auténticas bofetadas virtuales. Ese pugilato verbal de creyentes contra ateos, conservadores contra progresistas, escépticos contra parapsicólgos y viceversa, revela con toda crudeza la fragilidad del maquillaje social y el fondo oscuro de intolerancia que se descubre en cuanto el individuo se siente protegido por el anonimato, a solas o disuelto en una multitud.

La intolerancia es un fenómeno individual, síntoma de trastornos que pertenecen al campo de estudio de la psicología. Pero en un caldo de cultivo propicio, el síntoma se convierte en epidemia y pone en peligro la convivencia social. La necesidad de prevención, como en el caso de cualquier enfermedad, es evidente. Lo que se debe cuestionar y corregir es la eficacia de las medidas preventivas. No basta exigir a las personas que permitan, resistan o soporten aquello que no consideran lícito. Hay que enseñar, además, a aceptar que algo puede ser lícito aunque a uno no se lo parezca. Hay que enseñar y preconizar por todos los medios el respeto al otro como consecuencia del respeto a uno mismo; la certeza moral de que no se puede dar rango de verdad incuestionable a concepto alguno que implique el desprecio o el ataque a quien sostiene un concepto distinto. Eso no significa, como temen algunos, caer en el relativismo moral absoluto en el que todo vale. Sería contradictorio si se acepta como verdad universal el respeto a los derechos propios y ajenos. Hay que ser intransigente en la defensa de esa verdad. Hay que ser intransigente con cualquier concepto o actitud que ponga en peligro nuestra dignidad y nuestros derechos y la dignidad y los derechos de los demás.

Volviendo al mensaje de Genoveva que provocó estas reflexiones, no cabe duda de que uno de los mejores homenajes que ha recibido el profesor Fassman es ese convencimiento de algunas personas de que sigue ayudándolas mentalmente. No hay prueba más incuestionable del éxito de su labor profesional. Pero prueba aún mayor sería que aquellos que están convencidos de que pueden comunicarse con él, defendieran su derecho a contarlo. Como se sabe, la mejor forma de defender un derecho es ejerciéndolo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Solo aportar que mi madre dice que el profesor FASSMAN se comunica con ella por una television que el le regaló.